Cuando vivía con mis padres, el cartero llegaba en la mañana a la casa. Yo bajaba por la escalera para ver si había algo en el buzón para mí. Lo que esperaba, determinaba la rapidez en que bajaba. Si era de alguien que sentimentalmente me interesaba, bajaba con mucha prisa y precaución. Éramos seis hermanos y ya sabemos lo fastidiosos que pueden ser con el tema de los novios. Por eso la precaución, para no ser el blanco de las bromas del día y las sospechas de mis padres, aunque mi mamá se enteraba de todo, y esto, podía ser bueno o malo.
La mayoría de mi correspondencia era con mi prima hermana que residía en otro estado. Fueron estos intercambios de cartas que dieron fruto a mi predilección y colección de plumas fuentes, papelería y sellos de cera. Muchos que aun tengo, después de tantos años y mudanzas.
Con el paso del tiempo fuimos dejando a un lado la correspondencia. Pero ya se había sembrado la semilla y el hábito de escribir. No sé en que terminaron las cartas de mi prima. Si bien existen, es posible que tenga una idea donde pueda estar una que otra. La noción de guardarlas no se me ocurrió hasta después allá por 1977. Si vino con un sello, ten seguro que la tengo envueltas en cintas.
Todavía uso plumas de tinta y no puedo dejar de entrar en cuanta papelería me encuentre por el camino. Mucho menos dejar de comprar algo. Y a pesar del correo electrónico y el “texting”, aún mando mensajes por correo. Tristemente, no tanto como antes. Ni se aproxima.